Ni lambón ni torcido

Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS La Nueva Prensa

            «El periodismo es una forma entretenida de ser pobre». Escuché la frase de alguien en los tiempos en que gastaba mis primeras suelas como reportero. Durante veinte años la he citado tanto, y le he conferido tal valor romántico, que he sentido que es de mi autoría. Realmente el mundo del periodismo es alucinante, emotivo y adictivo cuando se ejerce en la calle, no tanto desde un escritorio o en el lobby de una oficina de prensa.

Comencé haciendo crónica roja para el diario El Espacio, el mismo al que tanto palo le daban por su enfoque sensacionalista, pero del que hoy vemos malas copias, no solo en papel, sino en los telediarios.

            Con cierto pudor y una imaginación desbordada, comencé a ir a las goteras y los rincones imposibles de Bogotá. La misión diaria era encontrar un nueve cero uno en el sitio y escribir una crónica sobre el suceso con la descripción de los retratos del entorno: los rostros, el paisaje, los movimientos extraños, los colores de la mañana, los rumores. El primer gran impacto al entrar al tabloide era comprobar que sí existía tal realidad: los muertos que a diario aparecían en primera página.

            No había tales montajes con maquillajes  ni salsa de tomate, como algunos creían en ese tiempo. Solo que la muerte tenía estrato y a los encopetados medios no les interesaba cubrir el crimen de un vigilante en el barrio San Benito, el ahorcamiento de un desempleado en el parque de Bolivia, el envenenamiento de un anciano en el Lucero Alto ni el asesinato de un tallador de ataúdes en el San Bernardo ni las fatales rencillas a puñal de los indigentes de El Cartucho ni la muerte violenta de un hijo natural del clan político Eastman en el sector de La Fiscala. En esos episodios estábamos solo los reporteros judiciales de El Espacio, mucho antes de que las autoridades llegaran a hacer los levantamientos.

            Digo que la muerte tenía estrato o importancia debido a que los grandes medios se interesaban por las víctimas, según la cantidad, o si estas gozaban de cierto grado  de reconocimiento o prestigio. Por ejemplo, la mañana en que mataron al general Fernando Landazábal Reyes ―12 de mayo de 1998― los reporteros de todos los medios se apostaron en el barrio Chicó Navarra de Bogotá, escena del crimen, a la espera de que los peritos levantaran la sábana. Todos, prestos a obturarlas cámaras. Este muerto sí era noticia, como lo vuelve a ser ahora que los excombatientes de las Farc revelaron, en el ámbito de la Justicia Especial para la Paz, que dicha extinta guerrilla fue la autora del crimen.

            En cualquier caso, las muertes violentas eran tema continuo en el diario, y al menos una de ellas quedaba registrada en cada edición. Casi todas ocurrían en las zonas  de tolerancia o en las barriadas deprimidas de la ciudad, a donde solo accedían los reporteros del tabloide y, si acaso, los políticos en tiempos de campaña. Tal cual sucede ahora. 

            Era tal el olvido al que estaban relegadas las gentes de esas zonas, que no pocas veces preguntaban cuánto costaba el informe, es decir, que la noticia saliera en el periódico. «Doctor, diga no más; que entre todos hacemos la colecta».  A estas personas, que no tenían ni para el entierro, debía explicarles que denunciar los hechos era mi deber y del periódico la responsabilidad por el pago de mi sueldo.

            Sabía desde antes que en el medio campea una práctica corrupta conocida como el engrase; esto es, dinero o pagos en especie que los periodistas reciben de la fuente  a cambio de la divulgación de publirreportajes, de información mendaz, amañada o de verdades a medias. Sigue ocurriendo, como el soborno llamado payola, el que algunos artistas pagan en las estaciones radiales para que sus canciones suenen o para que no suenen las de los demás.

            Lo entretenido de ser reportero de El Espacio, a pesar del dolor del que permanentemente fui testigo, lo constituía la aventura, la posibilidad que tenía de aprender, de curtirme y de revelar una noticia; de ser vocero de comunidades desarraigadas y ninguneadas, de embarrarme los zapatos en busca de historias que solo a pocos les interesaban. Lo entretenido: la adrenalina fluyendo en el cubrimiento y en el afán por estar de primero en el lugar de los sucesos, antes que los peritos de Medicina Legal y la Fiscalía.

            Lo entretenido fue comenzar escuela en un medio observado con desdén en las élites y respeto en las provincias; donde hicieron carrera algunos cacaos del periodismo en Colombia. Lo entretenido eran las asignaciones del editor ―recompensa a esa suerte de rol de zopilote―: hacer notas culturales o deportivas, perfiles de artistas, de actores o ser enviado especial en fiestas populares de Colombia. Siempre, ser reportero ha sido una experiencia fascinante, entre otras cosas, por la posibilidad que otorga de conocer las regiones y su gente.

            Lo entretenido, contar historias, acumular experiencias, datos, anécdotas, fotografías memorables, recuerdos. Lo sensato, ir labrando mi salida cuando caí en la cuenta de que iba perdiendo mi capacidad de asombro y de que, aún ante los casos más escabrosos, me había vuelto árido. Se me habían secado las lágrimas; lágrimas que no brotaron ni en la partida de seres queridos.

            Nunca acepté dineros en las colectas que gente pobre tuvo la intención de hacer como muestra de agradecimiento por mi labor. Nunca he aceptado que las fuentes me engrasen la mano. No nací para lambón ni para torcido, por más que el rancho haya estado o esté ardiendo.

***

            No era distinta la situación cuando fui corresponsal freelance en Bogotá de un diario de la costa atlántica. Una tarea sumamente palpitante. Cubrimiento de juicios álgidos, debates trascendentales en el Congreso, eventos culturales de gran importancia. Calle, mucha calle; seguir huellas de relatos. Y no pocas veces, la tentación al acecho: una invitación a almorzar de quienes no dan puntada sin dedal, una cena especial, un coctel, un billetico envuelto en la mano y hasta sobres con un fajo millonario encima de la mesa. Siempre los rechacé y siempre evité, salvo que fuera instrucción de mis jefes, hacer divulgación de temas vacuos; verbigracia, un proyecto de ley que buscaba judicializar a quienes no respetaran en los centros comerciales los parqueaderos demarcados para personas en silla de ruedas.

            Mas sí he visto a muchos colegas zalameros, pacientes esperando el café y el boletín de prensa en la fuente o corriendo detrás de ella en un acto vergonzante por una dádiva, un contrato, un cargo o hasta el aval de un partido para aspirar a cargos de elección popular. Periodistas que usan  el oficio como trampolín para saltar a la burocracia en pro de mejores condiciones económicas, o que mutan de la oficina de prensa a la emisora, y viceversa, al vaivén de la posición y el cargo del padrino político.

            Y hoy los vemos, los leemos y los oímos. Desde jefaturas de prensa lavándoles la cara a funcionarios ineptos y corruptos; desde cabinas de radio y columnas de opinión ―seguro no de gratis― contando verdades a medias  o vendiendo como verdad unas opiniones personales viciadas por sus cuestionables y hasta aberrantes posiciones políticas. Lo más grave no es eso, lo más grave es que buena parte de la sociedad les cree, porque aquellos hacen parte de los medios que acaparan la audiencia. Y lo peor, entre lo grave, que estos personajes, más relacionistas públicos que cualquier otra cosa, se hacen llamar periodistas y se arrogan la bandería de un oficio que debe estar del lado de la sociedad y de las víctimas; no de los poderosos.

            Como se dice coloquialmente, y especialmente en medio de la triste y desesperanzadora realidad que vive el país, varias de esas celebridades de la prensa han pelado el cobre, y sin empacho alguno se han dedicado a hacer activismo político en favor de personajes sub judice. El rigor periodístico, la ética, el respeto por las audiencias los tiene sin cuidado. Solo pretenden ―cómodamente―, su tranquilidad, su bienestar, su estatus, una calidad de vida óptima, segura y sin apuros. Lo paradójico, que ante cualquier crítica posan de mártires y arguyen que los quieren callar. Por favor…

            Por su lambonería, tienen línea directa con políticos y altos funcionarios y se la pasan vendiendo como primicias los chismes y boletines que conocen de primera mano, y los cuentan como secretos, como confidenciales. Pero de investigación, nada. De contraste y de rigor, cero.

            Alguna vez un reportero de esos, que en sus informes de televisión solo reportaba filas en los bancos y en las empresas de servicios públicos, se metió con la mujer equivocada ―la amante de un mafioso―. Como consecuencia de ello ―hecho a toda costa repudiable― el mafioso ordenó una reprimenda que lo dejó malherido. Cuando el reportero se refirió al ataque del que fue objeto, no contó la verdad sobre su aventura amorosa, sino que despertó la solidaridad general afirmando que «no lo callarían y que seguiría revelando la verdad». ¿Cuál verdad? ¿La de las largas filas en los bancos?

            Así, fabricando verdades, están las vedetes de la prensa de hoy. Se victimizan y ven enemigos por todos lados, en sus críticos y en las redes sociales; cuando su peor enemigo es su propia guarrería y la manera indecorosa como ejercen la profesión. Han vendido su alma al diablo y han negociado sus principios que, en ellos, no son más que decadentes finales.

            Por el contrario, quienes decidieron estar del lado correcto de la profesión y de la historia, aún el riesgo que implica ejercer el periodismo de investigación y denuncia en Colombia, siguen adelante a costa de lo que sea. Exiliados, amenazados, estigmatizados. No nacieron para lambones ni para torcidos. Yo tampoco. No quiero perder el derecho de seguir mirando a los ojos a mi hijo. Así esté condenado al ostracismo y la inanición, prefiero seguir creyendo en el romántico aforismo de que el periodismo es una forma entretenida de ser pobre. Ya no es tan chévere, menos en esta agobiante crisis. Pero es un innegociable asunto de dignidad, de verdaderos principios.

Articulo original de  LA NUEVA PRENSA

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