Por: Hernán Cala
Probablemente, aquella vida sin respuesta hará recordar que hace poco hurtaba flores para regalarle a la niña de sus ojos y una especial a su mamá, el día de las madres.
Entonces, raptaba rosas del jardín de los vecinos y daba de comer a las palomas, actividad que prefería antes que ir a la escuela ya que le aburría tanto, sobre todo por los castigos sucesivos. -Por eso, un día decidí cumplir mi sueño-, dijo Byron.
Vinieron unos individuos con regalos y detalles para los niños y me los hice amigos porque me iba bien con ellos. Así fue como me convencieron a ser así y servir de mandadero, pero sin preguntar más de la cuenta.
Primero, me enseñaron disciplina y a disparar a unos hombres de paja, sin pensar que, entre aquellos montículos y yo, no había nada personal; igualmente, me enseñaron a mentir y andar de incógnito para ocultar oscuras intenciones. También a convencer y reclutar pelados de la escuela en los recreos y partidos de fútbol los domingos; y así mismo, escribir listas negras en las paredes blancas de las casas por las noches, cuidar arsenales con mayor responsabilidad y todo eso, en nombre de la paz.
Desde entonces, la vida ha sido un juego de azar entre las costumbres porque así me lo enseñaron y desde entonces, sé disparar con precisión y con delirio, porque no tengo balas contadas y tampoco nada que perder. Pulsan una alarma y se rompe el silencio con la vida, esa es una regla primordial en los jardines insurgentes. De inmediato se transporta por asalto y cada uno se dirige a cumplir la orden de quien no conoce y ¡Pum!
– No conozco a mi papá – dice con desprecio Byron– pero sí a mi mamá que es de mi grupo, pero no está conmigo desde hace mucho tiempo.
En momentos de batalla no reconocería a mi papá, no sé si pertenece a este o a otro campamento, tampoco me importa saberlo, tal vez por eso uno pierde la paciencia y el control de los sentidos, aunque se sabe que en el mundo hay muchos niños también que pierden la ilusión por culpa de un cruce de disparos o alguna mina quiebrapatas.
Hoy solo quedan los deseos interminables, de aquel niño que jugará muy poco a ser niño…