
Crónica de un ciclista bogotano desde la cotidianidad
Son las cinco de la mañana.
El gallo canta y el frío se cuela por las ventanas de la casa, recordándome por qué Bogotá lleva con orgullo el apodo de “la nevera”. Me preparo para otro día sobre dos ruedas. Mi compañera de ruta: una vieja Pinarello modelo 82, herencia de mi abuelo y testigo de incontables madrugadas. Es una bicicleta gastada, pero noble. La reviso con la rutina de siempre: aire en las llantas, frenos firmes, cadena engrasada y la esperanza de no manchar el pantalón con grasa antes de la primera cuadra.
Salgo a la calle y, en cuestión de segundos, la ciudad despierta en su versión más cruda: una selva de cemento. Carros y motos rugen impacientes, el semáforo parece un adorno de colores irrelevante. El amarillo invita a acelerar, el rojo se ignora, y el azul —si existiera— también sería un simple consejo.
En la avenida Caracas, el camino es una ruleta de huecos que debo memorizar para sobrevivir cuando llueve. Las trampas del asfalto mojado no perdonan, y más de un ciclista ha caído en ellas. Avanzo hacia la Avenida 68, esa arteria abierta en canal por las obras del Transmilenio, convertida hoy en un laberinto de grava, polvo y obstáculos improvisados. Entre los escombros aparecen talleres callejeros, vendedores, peatones que cruzan sin mirar y motociclistas que invaden las ciclorrutas como si fueran pistas personales.
Bogotá, en su caos matutino, es un escenario donde cada uno interpreta sus propias normas. Ciclistas de todo tipo conviven en esta selva mecánica: de ruta, todo terreno, fixies, eléctricas y otras que desafían la física y el sentido común. Algunas rozan el peligro por su deterioro, otras por la imprudencia de quien las conduce.
En medio de esta convivencia forzada, surgen las nuevas protagonistas: bicicletas eléctricas y patinetas. Su eficiencia es innegable, pero su regulación es casi inexistente. Superan los 40 km/h cuando se modifican en espacios pensados para pedalear, y aunque representan una alternativa ecológica, también se han convertido en símbolo de un nuevo desorden urbano: la velocidad sin límites.
El ciclista bogotano, entre tanto, ha desarrollado su propio código de supervivencia. Si el semáforo está en rojo, pero no hay carros, se pasa. Si un camión se acerca, se espera, porque un error puede costar la vida, pero no aplica para ciertos individuos que no lo respetan. En Bogotá, la bicicleta no es solo un medio de transporte: es una declaración de resistencia.
Al llegar a mi destino, después de una hora de esquivar huecos, carros, peatones distraídos y motos sin ley, amarro mi bicicleta. Mientras el vapor de mi respiración empaña el vidrio de mis gafas, pienso en los que no llegaron, en los que se accidentaron en esas mismas rutas. Pienso también en lo que somos como ciudad: un mosaico de sobrevivientes que pedalean entre el caos, la indiferencia y la esperanza de llegar sanos al siguiente semáforo.
Bogotá sigue siendo la ciudad de la bicicleta salvaje.
Y, aunque el peligro se sienta en cada pedalazo, hay algo en este caos que también nos enseña a resistir, a adaptarnos, a no detenernos nunca.